1 de agosto de 2020
Me gusta pensar que siempre hay esperanza. Y es porque creo, contra todos los pronósticos de los derrotistas, que la hay. No pienso que todo tiempo pasado fue mejor, aunque reconozco que el tiempo presente es un hueso duro de roer. Pero un día, este tiempo será pasado y quiero vivir para verle la cara al que se atreva a decir que fue mejor. La pandemia, y sus harto sabidas consecuencias, son, en mi –a veces no tan humilde– entender, el mayor reto que hemos enfrentado los optimistas irredentos en el último siglo.
Si, ya sé que la posguerra de la Primera Guerra Mundial le roncó la manigueta, precisamente con una pandemia parecida a esta, que trajo consigo una gran depresión (déjà vú?). Pero por lo menos aquí, en Puerto Rico, venimos de «enterarnos» que no somos ninguna perla preciada de un viejo amigo, sino una vulgar colonia de un imperio en decadencia, hemos sufrido el saqueo de un gobierno tras otro, nos partió por la mitad un feroz huracán (dos, en realidad) que dejó al descubierto el verdadero nivel de pobreza del país y amanecimos en la sagrada festividad de los Tres Santos Reyes, a principio de este año, con un terremoto e incontables réplicas que nos han mecido hasta el mismísimo medio de la pandemia de Covid-19.
«¿Y qué tiene de bueno ese cuadro que pintas?», casi los puedo escuchar decir. Puesto así, pues nada. Pero nunca la parte buena de algo se encontró mirando solamente lo malo. Algunos no se han dado cuenta, pero necesitábamos un frenazo abrupto y lo hemos tenido. Le hemos dado un inmenso respiro a un planeta agonizante, los padres están pasando tiempo con sus hijos, los hijos adultos están cuidando de sus padres, hemos echado mano del poder salvador del humor y estamos aprendiendo que la salvación no es tan individual como pensábamos.
Todos extrañamos la vida que teníamos. Bromeaba mi primera suegra, al hablar de lo mucho que me quería, diciendo que: «hasta a lo malo, una se acostumbra». «¡Y hasta lo extraña!», ripostaba yo y nos reíamos juntas del estereotipo de las suegras y las nueras. Nos reíamos, pero es verdad que hasta a lo malo una se acostumbra y hasta lo extraña. Por eso, además del abrazo y el compartir con gente querida, extrañamos la prisa, la presión, los tapones y hasta a la gente que no nos caía tan bien.
Lo que hago para que la situación no me abrume, además de mantenerme ocupada, trabajando de nuevas maneras en lo que amo, es mirarlo desde lejos. Miro la pandemia de la mal llamada gripe española de 1918 y veo a la gente ansiosa, como nosotros, con mascarillas, como nosotros y con temor a acercarse o tocarse, como nosotros. Pero veo fotos de principios de los años veinte y la gente se ve de lo más tranquila. Nadie lleva mascarillas, la gente posa junta, trabaja junta, sonríe y se abraza. En algún momento, la vida volvió a ser como antes. Seguramente, hubo secuelas. Recuerdo, por ejemplo, que a mi abuela no le gustaba saludar a la gente con besos. Dice mi tía que era, un poco , el postrauma de la pandemia. Sin embargo, mi madre, nacida en 1933, no pudo ser más besucona con la gente. Y así crió a todos sus hijos.
¿Cómo se va a ver este tiempo en cinco o diez años? ¿Volveremos a atrevernos al abrazo espontáneo, sin miedo? ¿Seremos capaces de reírnos de nosotros mismos y nuestro drama de hoy? Apuesto a que sí. Seguramente, algo en nosotros habrá cambiado. Y seguramente, habrá cambiado para bien.
Crédito de la foto: Autor desconocido - https://www.theodysseyonline.com/seek-treatment, Public Domain, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=89018757
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